El Obispado de Michoacán sintetizaba los contrastes de la inmensidad virreinal. En su corazón florecía la ciudad de Valladolid, conocida como “el jardín de la Nueva España”, foco cultural e intelectual del orgullo de ser americano. Más allá, villas de criollos y mestizos, pueblos indígenas, haciendas, rancherías y reales mineros dibujaban las líneas de su geografía humana.
Al Obispado lo dominaban distintos ritmos de la vida. Por un lado, la riqueza y dinamismo del Bajío; por otro, la parsimoniosa vitalidad de la meseta purépecha y los lomeríos otomís y mazahuas. Más allá, las bondades de las tierras humedecidas por los lagos volcánicos fríos de la sierra y el templado del lago de Chapala. Hacia el norte, los centros mineros y los poblados que se fueron arrebatando a los chichimecas hacia el norte de Guanajuato, Querétaro y San Luis Potosí. Al sur, una larga franja, la de la tierra caliente, que sumaba algunas abundancias con la aridez de un clima inhóspito. Sólo en el fondo de sus barrancas corría el agua, abundante pero indócil. Conjuntaba riqueza y pobreza.