En 1810 se oyó que los campos estaban poblados de monstruos. No todos eran nuevos. A los rumores de epidemias, hambre y sequías que mataban a niños y ancianos en la canícula, y de espectros o ánimas en pena, se sumaban los de la maldad del temible Napoleón Bonaparte, gran enemigo de la religión católica y del rey de España. Se decía que amenazaba con apoderarse de la América.
Pero se hablaba de otros monstruos que nunca habían penetrado a la Nueva España: sus voces eran las de las bocas de los cañones y los ritmos de los tambores militares. Mucha gente de los ranchos y caseríos se juntaba con unos rebeldes llamados insurgentes, que armados con piedras, flechas, lanzas y cuchillos recorrían los pueblos para reclutar a los americanos contra el mal gobierno que se había apoderado del virreinato.