La vida del cura José María Morelos en San Agustín Carácuaro, Nocupétaro y Acuyo fue extremadamente precaria. Ningún lujo y muchos trabajos para reparar bardas y puertas, pisos y aún el cementerio, y un clima caluroso y malsano, ocuparon al afanoso padre Morelos. Además, sus feligreses se quejaron de las exigencias del cura: aunque de hecho, no le pagaban. Morelos escribió al obispo que “solamente estaban obligados a dar al cura seis reales y medio por día, poco más de cien pesos durante cinco meses del año, lo cual apenas era suficiente para el gasto diario o recaudo de maíz, chile, manteca y las menudencias de ollas, bateas, etc., ni habían sido suministradas nunca ni el cura las había exigido. (…) Por eso suponía que dejando a la voluntad de los indios el pago de los servicios religiosos descuidarían sus relaciones con la iglesia, especialmente los de Carácuaro, que por algún motivo, tal vez por su extrema pobreza, parecían “malos, cavilosos y altaneros”. Pero al mismo tiempo, Morelos quería convencer a sus ovejas descarriadas por medio de instrucción y consejos paternales, para “reducirlos por amor en cuanto dieran de sí la paciencia y la soberbia” y no había hecho más que reprenderlos y advertirles, como ignorantes que eran, lo que debían hacer con sus superiores”