El jefe de los insurgentes, el cura Miguel Hidalgo, llevaba prisa. Morelos lo alcanzó en Charo, lo acompañó y se entrevistó con él en Indaparapeo. No creyó que fuera un monstruo, como se decía en las gacetas y papeles del gobierno. Morelos regresó a su pueblo, en el rincón de la cristiandad, con otro papel. Hidalgo lo había nombrado su lugarteniente, encargado de extender la rebelión y tomar el puerto de Acapulco. Sin armas y sin hombres; tan sólo con el papel firmado:
“Por el presente comisiono en toda forma a mi lugarteniente, el brigadier don José María Morelos, cura de Carácuaro, para que en la costa del sur levante tropas, procediendo con arreglo a las instrucciones verbales que le he comunicado. Firmado, Miguel Hidalgo, Generalísimo de América.”
José María Morelos, el humilde cura de Carácuaro, se volvería Generalísimo, jefe del Ejército Insurgente del Sur y Siervo de la Nación. Heredamos sus ideas, sus logros y su voluntad. “Creí más útil para la patria prestar mis servicios a la revolución que empezó el Sr. Hidalgo, que permanecer en mi curato”, diría años después. Su nombre sería repetido por toda la Nueva España y daría identidad a ciudades y municipios; ya vuelto República triunfante, se bautizaría como Morelos a un estado del país que él imaginó. Su decisión marcaría el alba de una era histórica: la del nacimiento de México como nación independiente.