Los sonidos de la guerra habían llegado, los insurgentes llegaron a Tixtla. Se intimó a los jefes y al cura local a rendirse. Comenzó el combate. En el templo, el cura Miguel Mayol había concentrado a sus fieles, quienes oraban más con terror que con fervor. Mucho había dicho y predicado Mayol en contra de los rebeldes. El asalto fue rápido y contundente. El cura, asustado, fue al encuentro del triunfador y encontró al capitán Vicente Guerrero. El diálogo se recrea de esta manera:
—Señor Don Vicente, Vicentito, hijo mío; tengan ustedes misericordia de nosotros; aquí no hay más que mujeres.
—Señor cura —contestó Guerrero— la plaza es nuestra; pero no tengan ustedes cuidado alguno, porque sabemos respetar a la gente pacífica.
—Vicentito, amigo mío, por lo más sagrado que tenga usted, acompáñeme a ver a S.E. el señor Morelos para aplacarlo.
—Señor Cura, no hay necesidad de aplacarlo; lo que va a hacer usted es inútil. Ya he dicho que las familias pueden retirarse en paz.
Fue de cualquier manera a buscar a Morelos llevándose al Santísimo. Volvió a pedir que no tocaran a las familias. Sin desmontar, Morelos les contestó:
—Señor cura, ¿a qué viene todo este aparato, que desdora a la religión? Nadie ofende a las familias, ni nosotros somos las fieras que usted pinta. Vaya usted a depositar al Santísimo y a tranquilizar a esa pobre gente, que solo usted ha podido espantar.